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Pasa de noche: dormir en Aeroparque

Para la mayoría de las personas que pasan por el aeropuerto metropolitano, ese es un lugar de partida o de llegada en el cual pasan, a lo sumo, algunas horas. Cuando cae la noche llega hasta ahí un grupo de personas que considera ese territorio, su casa.

Son historias distintas, la de cada uno de quienes desde hace rato eligen Aeroparque Jorge Newbery como su lugar para dormir. Pero todas tienen un denominador común: la falta de vivienda.

Un equipo de Informes Especiales conversó con estas personas que, a la vista de todos, viven entre el paso de valijas, personal uniformado y sonidos que indican el arribo o el despegue de cientos de aviones. 

Miguel, José Luis, Ezequiel, Angela, Lois, Luis, Héctor, son algunas de las personas que por distintas razones están durmiendo allí. Se acomodan en los sillones y esperan poder conciliar el sueño hasta que salga el sol.

Es como si nadie los viera. Como si fueran invisibles. No esperan hacer el check in frente al mostrador de alguna compañía aérea. Tampoco hacen fila para despachar su equipaje ni se detienen a observar las pantallas con los horarios de arribos y partidas. Es más, jamás viajaron en avión. Sin embargo, están ahí. Son más de 40 hombres y mujeres en situación de calle que convirtieron a los salones del aeropuerto Jorge Newbery en algo parecido a eso que tanto les falta y que tanto añoran: una casa.

La cámara de Pasa de Noche fue testigo de este fenómeno que comenzó hace unos años, cuando los primeros “sin techo” se instalaron en el aeroparque metropolitano. Pero de boca en boca el dato fue circulando y cada vez son más. Es que el lugar tiene sus beneficios: calefacción en invierno y refrigeración en verano, buenos sanitarios y un grado de seguridad que no tiene precio para alguien expuesto a la violencia de la calle.

Miguel hace dos años que está sumergido en la indigencia. Cuando se separó de su esposa se fue a vivir a lo de un primo. Pero la convivencia no resultó y al poco tiempo alquiló una pieza en Avellaneda hasta que se quedó sin su trabajo de albañil y no la pudo pagar más.

Entonces se fue a vivir a la terminal de Retiro, un lugar muy hostil. Todas las noches la propia policía lo despertaba aplicándole patadas en las costillas. Por eso cuando hace dos meses un amigo le habló del aeroparque no lo dudó. Se tomó el colectivo 45 y, desde entonces, un pequeño espacio del primer piso, al lado de la puerta por la que entran y salen las tripulaciones de los aviones, es su “habitación”.

Pegado al vidrio de un local comercial, Miguel estira una frazada y se acuesta a dormir. La almohada es su propia mochila. A pocos metros tiene un baño impecable, donde todas las mañanas se lava la cara y se cepilla los dientes. Y si quiere tomar mate baja con la escalera mecánica a un local de comidas rápidas donde le llenan el termo con agua caliente.

“La verdad que para alguien que está en la calle esto es como un hotel cinco estrellas”, cuenta Miguel. “Acá nadie te molesta. Lo único que a las cuatro de la madrugada te despiertan para pasar el trapo, pero son cinco minutos y te dejan seguir durmiendo”, agrega.

Para almorzar y cenar, Miguel ya tiene armado un circuito de comedores a los que asiste todos los días. De esa forma sobrevive, aunque a duras penas. Porque por más comodidades que tenga en el aeroparque, Miguel sabe que sigue viviendo en la calle, con todo lo que eso implica.

Él no quiere más comedores ni lustrosos cerámicos de aeroparque. “Lo único que quiero –dice- es que alguien me dé un trabajo en la construcción. Quiero trabajar y aunque sea alquilarme una piecita. Me duele en el alma tener que decirles a mis hijos que estoy durmiendo acá”, se angustia.

Su historia es como la de la mayoría de los del sector “sin techo” de la estación aérea. Ángela llegó hace un año, después de perder su trabajo como empleada doméstica. “Estamos bien acá, aunque a veces los de seguridad nos hacen salir durante el día y siempre convivís con la incertidumbre de que te puedan echar”, cuenta mientras arma su “cama” al lado de un sillón de la sala donde muchos pasajeros esperan para embarcarse.

A su lado la observa Meire, una brasileña muy humilde que relata una historia de película, aunque algo inverosímil. Llegó hace dos meses al aeropuerto de Ezeiza en busca de un inglés al que dice haber conocido a través de una red social. Pero el inglés no apareció. Ni ese día ni nunca. Ella lo esperó dos semanas durmiendo en el aeropuerto de Ezeiza hasta que su cuerpo dijo basta. Terminó internada en el hospital Argerich y hace un mes que vive en aeroparque. No tiene dinero. Apenas unas pocas pertenencias. Igual no quiere volver a Brasil. “Quiero trabajar en Buenos Aires, aunque sea como empleada doméstica. Y algún día viajar a Londres”, dice.

Su caso es el más extraño. El resto siguió más o menos la misma deriva. Luis trabajaba como peluquero y quedó desocupado. Héctor como panadero. Los dos comparten un rincón contiguo a la entrada al estacionamiento del aeroparque. Uno duerme en el suelo y el otro acostado sobre los sillones azules.

Ezequiel, de 18 años, fue abandonado por sus padres cuando era chiquito. Vivió muchos años en un hogar de menores y ahora alterna entre la calle y el aeroparque. José Luis terminó en la calle porque sus padres fallecieron y -según dice- no puede volver a la casa que compartía con ellos por la tristeza que le provoca.

Las historias de quienes viven en el aeropuerto están atravesadas por muchos matices. Pero todas tienen un denominador común: un dolor que resalta a fuerza de contrastes. Porque mientras unos hacen su check in, despachan su equipaje y despegan en aviones, ellos lo único que intentan es hacer pie para no hundirse un poco más. Aunque nadie los vea.

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